De
vuelta en el instituto. Silencio absoluto a primera hora de la
mañana. Nada sobre la superficie tornasolada de la mesa antes de
colocar mi mochila y algunos archivadores. Me encanta este momento de
soledad en el que un mundo de posibilidades parece danzar alrededor
de los reflejos que se cuelan por la ventana.
Es
verdad que el primer día, al lado de esta sensación reconfortante,
suscita muchas otras discordantes. Cierta pereza, somos humanos y
humanas, tras la nunca suficiente ruptura con las rutinas durante el
periodo vacacional y, no obstante, al mismo tiempo, cierta curiosidad
o expectación, cierta ilusión que el día a día y la dura realidad
se encargarán de encauzar, unas veces hacia la satisfacción más
grata, otras hacia la frustración más insufrible. El anhelo y el
marasmo. Contradicciones compartidas, hasta cierto punto, con nuestro
alumnado cuando se incorpore a las aulas la semana que viene.
El
primer día también lo es de novedad en el ámbito más humano de la
profesión. El goteo de compañeros y compañeras que se nos unen,
las presentaciones, la sucesión de nombres que tardaremos en
recordar. El reencuentro con quienes vamos compartiendo ya
experiencias iniciadas en otros septiembres.
Y,
más allá de esta avalancha de saludos y de preguntas sobre el
verano, de estos microespacios de relación e interacción tan
necesarios, las inevitables reuniones y claustros, la acumulación de
avisos y los apuntes esbozados en el papel o la pantalla con la
torpeza que confiere el sueño y la falta de costumbre.
En
la vorágine del comienzo apresurado, van agotándose los huecos. Al
final de la mañana, la imagen vacía de la mesa es un espejismo tan
lejano como aquellos días de descanso de los que llegamos a
disfrutar. Pasado el mediodía, la mesa se ha convertido en la
metáfora de un mal omnipresente e inapelable pero de gran
repercusión en el desempeño de nuestro trabajo y en los derroteros
de nuestras vidas, un horror vacui educativo que amenaza con
invadirlo todo, que sepultará bajo una montaña de papeles y de
voces, el peso de cada papel y de cada voz. Un monumento a las
urgencias y formalidades que marchitará, o ahogará antes de nacer,
no pocas iniciativas y gestos genuinamente educativos.
No
me resisto, en la temprana intimidad con ella, a tomar una foto de
nuestra mesa casi vacía, una imagen que me reconcilie con la
simplicidad de la que tan a menundo renegamos, que me recuerde que,
al menos hoy, todo era posible.
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