miércoles, 5 de septiembre de 2018

De vuelta

De vuelta en el instituto. Silencio absoluto a primera hora de la mañana. Nada sobre la superficie tornasolada de la mesa antes de colocar mi mochila y algunos archivadores. Me encanta este momento de soledad en el que un mundo de posibilidades parece danzar alrededor de los reflejos que se cuelan por la ventana.

Es verdad que el primer día, al lado de esta sensación reconfortante, suscita muchas otras discordantes. Cierta pereza, somos humanos y humanas, tras la nunca suficiente ruptura con las rutinas durante el periodo vacacional y, no obstante, al mismo tiempo, cierta curiosidad o expectación, cierta ilusión que el día a día y la dura realidad se encargarán de encauzar, unas veces hacia la satisfacción más grata, otras hacia la frustración más insufrible. El anhelo y el marasmo. Contradicciones compartidas, hasta cierto punto, con nuestro alumnado cuando se incorpore a las aulas la semana que viene.

El primer día también lo es de novedad en el ámbito más humano de la profesión. El goteo de compañeros y compañeras que se nos unen, las presentaciones, la sucesión de nombres que tardaremos en recordar. El reencuentro con quienes vamos compartiendo ya experiencias iniciadas en otros septiembres.

Y, más allá de esta avalancha de saludos y de preguntas sobre el verano, de estos microespacios de relación e interacción tan necesarios, las inevitables reuniones y claustros, la acumulación de avisos y los apuntes esbozados en el papel o la pantalla con la torpeza que confiere el sueño y la falta de costumbre.

En la vorágine del comienzo apresurado, van agotándose los huecos. Al final de la mañana, la imagen vacía de la mesa es un espejismo tan lejano como aquellos días de descanso de los que llegamos a disfrutar. Pasado el mediodía, la mesa se ha convertido en la metáfora de un mal omnipresente e inapelable pero de gran repercusión en el desempeño de nuestro trabajo y en los derroteros de nuestras vidas, un horror vacui educativo que amenaza con invadirlo todo, que sepultará bajo una montaña de papeles y de voces, el peso de cada papel y de cada voz. Un monumento a las urgencias y formalidades que marchitará, o ahogará antes de nacer, no pocas iniciativas y gestos genuinamente educativos.

No me resisto, en la temprana intimidad con ella, a tomar una foto de nuestra mesa casi vacía, una imagen que me reconcilie con la simplicidad de la que tan a menundo renegamos, que me recuerde que, al menos hoy, todo era posible.

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