Soy un madrugador patológico. Me
encanta siempre llegar demasiado pronto y, en la espera, reconocer el
terreno, pensar durante ese momento de soledad, generalmente sin distracciones, sobre cualquier aspecto relacionado con el lugar donde me encuentro y el
modo de encontrarme en él.
Esta mañana he inaugurado la
sala de profesores y profesoras de mi centro. Me he sentado en una de
las mismas sillas que ocupaba hace años, tal vez demasiados, antes
de mi etapa en el CEFIRE, y he empezado a pasar lista a los cambios, las ausencias y permanencias, los olores, los ordenadores que no acceden a Internet...
Sobrecoge pensar en la efervescencia
del mismo espacio vacío de hoy dentro de unos días, el ir y venir
de compañeras y compañeros, el ruido, las conversaciones, los
avisos, el alumnado al otro lado de la frontera física insalvable
que establece la puerta.
El primer día desde hace mucho
tiene el encanto del extrañamiento, del ver los detalles que pasarán
desapercibidos en cuanto transcurran unas semanas.
Ojalá en el trasiego del curso que
comienza pudiéramos conservar al menos parte de esa mirada fresca, fundamental en
quienes aprenden pero también en quienes enseñamos. Con el codo
sobre la mesa y el sueño bajo los párpados formulaba este deseo para mis
adentros.
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